Los excluidos

Abril 2 de 2020

Los excluidos me siguen llamando. Se muestran ante mi como el «virus» familiar. Siento su agobio y su angustia. Si todos somos uno, sospecho que las sensaciones más desagradables que hoy vivimos en el encierro, están reflejando el ahogo de algún excluido de nuestra familia.

Me siguen llamando las personas que nos ponen nerviosos al igual que el virus, porque amenazan la tranquilidad de nuestra existencia. En esta lógica, son los familiares que nos quitan el oxígeno, y que a veces ponen a prueba nuestros mejores planes.

Son los de pocos títulos. Las ovejas negras. Los de las enfermedades contagiosas, psiquiátricas, congénitas, los de las adicciones. Los humanos que son también la expresión de un síntoma familiar y de la fragilidad social.

Son los familiares que ponen el dedo en la llaga y nos obligan a hablar de temas incómodos. Lo dificil es que nosotros también somos frágiles en nuestra ignorancia. A veces, se necesita ayuda para amar bien. Esta también es la oportunidad del virus.

Los auto-excluidos me llaman todavía más en estos momentos de caos. Seres que con su rareza parecen ser una amenaza para los que sí pudieron hacer algo con su vida. O para los que ya encontraron el camino. Lo veo desde afuera y aquí también hay mucho amor. Pero hay más verguenza. Ese es el virus.

Hoy me siento en la necesidad de decir, que el excluido no es un virus. El virus es esconder al excluido. El virus es seguir escondidos. Lo que nos quita el oxígeno son las palabras no dichas. El virus es la culpa que seguimos expiando a solas. Una compensación que le negamos a otro. Ese error íntimo que avergüenza, pero con el que seguimos sin hacer nada.

En medio de este caos, en un sueño que tengo por la noche, un árbol mujer me señala su vientre y su tronco. Me dice que allí hay un dolor atascado. Me pide ayuda y me cuenta que muchos árboles están listos para curarse.

 —¿Cómo iniciar la cura? Le pregunto.

Ella responde:

 —Primero, incluyéndolos. Mirando a los excluidos y auto-excluidos de nuestras familias. Sin deseos de arreglar sus destinos difíciles. Admirando su resistencia. De lo contrario, ¿cómo explicamos su capacidad de sobrevivir en el encierro por tanto tiempo?

 —Segundo, preguntándonos: ¿En dónde me siento un excluído? Si me he auto-excluido, ¿qué me avergüenza? Sepamos que siempre habrá una persona en el mundo que pueda entender y ayudar sin juicios a desbloquear nuestra vergüenza. ¡Busquémosla!

Sepamos que la cura es rendirnos ante el dolor de nuestra propia incoherencia: sabemos que amamos a los excluidos pero nos sentimos superiores a ellos.

Sepamos que la cura es aceptar que los excluidos tienen algo qué decir y son necesarios en la familia.
Comprendamos que, las enfermedades, los virus, las manías, las adicciones, las peores noches oscuras de los exiliados no son una pérdida de balance.

Son un signo de que hay un equilibrio que tiene que ser restaurado en alguna parte:

Dentro de ellos mismos.
Dentro de nosotros.
En la familia.
Y ahora en el mundo.

Con esta conciencia de inclusión, quizás podamos empezar a mirar el dolor que estamos rechazando en nosotros y en ellos. El virus nos sincera. Nos hace más humanos. Esa es su bondad.

Diana Carolina González-Sánchez

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *