Diciembre de 2014.
A mi segunda patria adoptiva. Buenos Aires.
Amo la ciudades fuego. Ciudades que no duermen. Chispeantes, seductoras, curvas. Estas ciudades calientan el corazón, sea por el sentido de la vista o del olfato o el una esquina que te atrapa por su historia.
No sé si les he encontrado un defecto a estas ciudades. Puede ser que su ardor deje tus ojos absortos y te entre una fatiga al no poder descifrarlas completo. Puede ser que tu corazón viva dos años en uno ante el correr frenético de sus nubes. Solo sé que a diferencia de las ciudades hielo, el fuego de este lugar las hace un territorio impredecible.
Sí, eso es lo que me mueve el corazón al habitar estas ciudades. Si usted tiende a aburrirse rápido como yo, busque una ciudad de estas por un tiempo. Nunca se repiten.
Las ciudades fuego tienen la personalidad de una mujer artista. Son dueñas de un fuego acuoso que casi se puede tocar con la energía del cuerpo. Esa acuosidad es porque las atraviesa agua ancestral de extremo a extremo por debajo. Tal energía me recuerda a Ana, una mujer que hace esculturas en su jardin y tiene como apellido «Amor».
En las ciudades fuego los foráneos nos sentimos locales desde el día del arribo. Debo decir que hay un hoguerita invisible envolviéndonos sin darnos cuenta. Conjuro. Arte. Abuelos. Mezcla de abuelos que viajaron en un barco. Consonantes alegres con un dejo de nostalgia que no me atrevo a pronunciar.
En la impermanencia de las ciudades fuego difícilmente se logra un punto de encuentro con ellas, que no es lo mismo que sentirse fuera de lugar. Lo que sucede es que estas ciudades nacieron dueñas de una estética anticopia. Son celosas de ellas mismas. Me paro en cualquier rincón y me lleno de esa ausencia de todo.
No necesito sino su llama para avivar la mia.
Diez años después y sigo tan agradecida.
DCGS
Imagen tomada de: @ana.amor.al.arte