Abril 9 de 2019.
Migrar quizás sea uno de los procesos más difíciles de la vida. Migrar no es solo sacar una raíz para echar otra. Es armarse de coraje para estirar una nueva raíz en la incertidumbre del espacio vacío. Es desprendernos de ramas y hojas que el viento insiste en mover, a veces con tanta fuerza, porque la naturaleza del migrar es sacarnos de antiguas costumbres y zonas cómodas.
Pareciera que el gran propósito de la vida es empujarnos a crecer nuestro propio árbol. Y sin embargo, la vida misma nos tienta a salirnos de nosotros mismos para comprobar qué tan conscientes somos de que el camino además de lineal siempre fue interno.
Debemos replantearmos conceptos tan claros antes como familia, amistad, pareja, soledad, éxito, cuerpo y amor. Nos damos cuenta de que nunca hubo tal libreto y que migrar consiste en darle formas más realistas a esos conceptos. Formas que trascienden lo que alguna vez fue la única verdad paradigmática para nosotros.
Hay momentos en los que uno preferiría que sus ramas no toquen a otras. Que los cimientos no engrosen. Asusta pensar que el lugar de orígen no es la raíz que más crece. Nos preguntamos cuál es la fuerza inconsciente de movernos de lugares que no son solo físicos. Pero somos materia viva. Morimos si la transformación se detiene.
En la migración como en los grandes cambios uno tiene dos caminos: quedarse inmóvil y resistirse a la expasión o aflojar. Honrar «el arte de los pequeños pasos». Esos son los que dan los mejores frutos.
DCGS